El velo de la Verónica
Hay una pequeña, modesta y,
precisamente por ello, hermosa película francesa llamada "La
lectora". Miou-Miou, obligada a ganarse la vida leyendo en voz
alta textos literarios y convertirse así en intermediaria de las
encontradas emociones que éstos deparan, decide no exponerse al
lascivo placer de unos viejos perversos que han seleccionado unas
páginas de Sade para que la bella recree ante sus onanistas oídos
las atrocidades imaginadas por el divino marqués. Hasta ese momento,
la adicta a los videos porno subtitulado no ha tenido el menor
inconveniente en implicarse moral y sentimentalmente en otras
lecturas que han desencadenado otras vivencias, pero ahí ha llegado
al límite de lo que es capaz de representar y su respuesta es un
indignado mutis. El sentido de la fábula es diáfano. La escritura
del horror no sólo puede despertar la repulsa, sino también un
perverso disfrute. Sade supo del miedo y sobre todo del dolor, ése
que siempre carga con su componente de culpa, y se convirtió en su
malhadado cronista. El trayecto que va de la experiencia mental al
hecho literario es directo e íntimo, • no muy distinto a la
generosa impudicia a la que se enfrentan dos amantes dispuestos a
llevar hasta el límite los goces de la carne. Si la frontera se
cruza, las responsabilidades corresponderán a la conciencia de cada
uno o a la justicia.
En el fondo de la memoria
Pero tal y como le ocurría a la
ingenua lectora, la cuestión se complica cuando entra el liza la
máscara de la representación. La metáfora cinematográfica. En la
sala oscura de un cine todos somos neuróticos, como decía Deleuze,
fruidores de narcicismo y palomitas indiscriminadamente abocados a
una soledad que nos aleja del verdadero objeto y nos vuelve
fantasmas: Sharon Stone cruzando y descruzando sus piernas; un
cuchillo que rasga un ojo de vaca; el crispado rostro de una madre
que sube, en los brazos su hijo muerto, por una escalera o los
cadáveres hacinados de las víctimas del Holocausto. Son imágenes
de una fragmentación, de la pérdida de identidad que parece
erigirse en el símbolo nuestra época. Han sabido golpear nuestro
inconsciente con fuerza y se han sedimentado en el fondo de nuestra
memoria.
Es difícil aventurar que la ceremonia
de la confusión a la que nos ha llevado el hecho televisivo cumpla
una función semejante. Si el cine cometió su pecado original -como
piensan algunos- optando por la ficción y abandonando -por lo menos
de forma masiva y comercialla posibilidad de convertirse en el
testigo documental del siglo, la televisión nos devuelve
cotidianamente no sólo al Sade devaluado en las alcantarillas de la
miseria humana, sino también el verdadero horror, el de las matanzas
de Ruanda o Goradze, frente a las que el telespectador, anestesiado
por su frecuencia e imprecisión, ha desarrollado mecanismos de
autodefensa que desembocan en la indiferencia.
Proceso de saturación
Ya tenemos a las buenas conciencias
tranquilamente instaladas en el sillón del cuarto de estar. Son
-somos- perversas, enfrentadas a un proceso de saturación
abotargante, cálidamente protegidas en la ficción. La ficción se
ha apoderado de nuestro universo ¡cónico y es por ello que resulta
tan difícil la contestación o la huida. Allá cada cual con su
conciencia. Pasolini pensaba en ello cuando a raíz del estreno de
"Saló", una recreación de "Los ciento veinte días
de Sodoma" trasladada a la Italia mussoliniana, reclamaba su
derecho a pegar rotundos puñetazos en la base del estómago, a no
cauterizar las heridas del pasado: "Sé que cuando ponen en
televisión 'Arde París' todos están con lágrimas en los ojos y
tienen unas ganas locas de que la historia se repita, bella, limpia
(el tiempo consigue 'lavar' las cosas, como las fachadas de las
casas). No bromeemos con la sangre, el dolor y el esfuerzo que gente
pagó entonces por 'elegir'. Escoger es siempre una tragedia, pero
también resulta algo sencillo. Con la ayuda del valor y de la
conciencia, el hombre normal consigue rechazar al fascista de Saló,
al nazi de las SS, incluso de su vida interior (donde la revolución
comienza siempre). Pero ahora la cosa es más difícil. Alguien viene
hacia ti disfrazado de amigo, es amable, educado y 'colabora'
(pongamos en la televisión) ya sea para sobrevivir, ya sea porque no
es en absoluto un delito".
Muchos
han sido los artefactos narrativos que han intentado recomponer los
jirones de la memoria para resucitar el exterminio judío